martes, 9 de febrero de 2010

Un nuevo presente (2009)

La niña del vestido blanco andaba graciosamente por el dorado jardín. Buscaba cansinamente una florcita azul entre los verdes matorrales, bien crecidos gracias a la importante humedad de la zona. Daba continuamente pequeños respingos, salía de un arbusto, se erguía y se zambullía en otro. Sin embargo, dicha flor no aparecía.
Pensó la niña en correr hacia su madre, para que ésta la asistiera en su empresa. Pero inmediatamente abdicó, recordando que hacía tiempo que su madre no aparecía por ningún lado. Los responsables adultos que la cuidaban le habían dicho que se había ido a un país lejano y extraño, y que volvería en unos meses repleta de las más variadas y exquisitas golosinas para ella.
Podría haber reclamado la atención de uno de estos hombres, sí. Pero la niña sólo confiaba en su madre. Por ende, desde que se había ido pasaba sus días en el jardín, observando cómo la naturaleza nacía, crecía, se movía y se moría delante de sus ojos; sin hablarle a estos niñeros ni pretender ningún tipo de relación de cariño con ellos.
Enojada y sintiéndose impotente, la niña estuvo varios días sin desear hacer nada. Sin embargo, la idea de la flor azul persistía en su mente, rebotando dentro de ella y tentándola a retomar la búsqueda. Finalmente, la tentación ganó.
Como daba por descartado que dicha flor se encontraba dentro de los límites del jardín, sin miramientos saltó la valla de madera y empezó a recorrer las angostas calles de tierra del vecindario. Era una mañana fría y húmeda de octubre; había llovido intensamente el día anterior y los caminos estaban repletos de charcos y lodo todavía fluido.
Las horas pasaban, y más jardines aledaños eran revisados por aquellos ojos curiosos de miel. Por un instante – seguramente menor a una décima de segundo – se preguntó si la estarían buscando. Como era de esperar, su inmaculado espíritu infantil la hizo despreocuparse, y olvidarse del tema.
Los cuerpos de agua comenzaban a dorarse por el sol que se ocultaba, y la niña se alejaba cada vez más de su casa. Sólo reclamaba una flor azul, al menos una, para saciar un profundo sentimiento nostálgico de tiempos pasados. Sin embargo, cruelmente la realidad le impedía hallarla.
Al mismo tiempo que la luz natural iba siendo reemplazada por el inexpresivo brillo del alumbrado público, el tránsito se hacía más pesado en la calle por donde caminaba. Asombrada, veía pasar a esos monstruos de ojos refulgentes y respiración de dragón como ligeras saetas, que cortaban y agitaban el aire, confundiéndola. Indestructibles gigantes se erguían a lo lejos, rodeados de bruma y adornados con luces en todo su cuerpo.
Comenzó a recorrer intrépidamente las calles de aquel mundo que apenas conocía, yendo de un lado para el otro de forma aleatoria. Finalmente llegó a una parte donde no había monstruos de ojos de fuego. Sintiéndose más segura, decidió quedarse por allí.
Una marea de gente fluía en ambas direcciones de la senda peatonal, sistemáticamente. El ambiente estaba profundamente contaminado por el ruido, y por un aire malo que hacía toser a la niña. Ese lugar era realmente incómodo, no se veía planta alguna por ningún lado (salvo por árboles penosamente estacados y colocados sobre el concreto), por lo que razonó que estando allí no llegaría a ninguna parte.
Buscó la salida, algún camino corto que la condujera fuera de ese pequeño infierno. Sin embargo, sus pasos le habían conducido tan lejos que ya era incapaz de volver por sí misma. Asustada, quiso llorar, clamando su atención a la gente, pero estaba demasiado cansada como para elevar su voz, por lo que se limitó a que se le escapara una lágrima.
Podría haber pedido la ayuda de alguien, para regresar a su casa o al menos ir a algún lugar en donde pudiese seguir buscando su objetivo, pero su timidez la vencía. En cambio, se limitó a sentarse en un asiento público a esperar que todo se resolviese por sí solo: ella era muy pequeña, los adultos se encargaban de solucionar las cosas complicadas.
No obstante, no pasaba nada. De tanto esperar y de tanto estar inmóvil, la niña se quedó dormida, en un sueño profundo en donde tenía a su lado miles de flores azules; un sueño donde se encontraba en los brazos de su mamá, que dulcemente le cantaba canciones de cuna y la arropaba con una ligera manta. A partir de entonces, debido a una profunda intuición, o tal vez un razonamiento subconsciente, supo al despertarse que su madre nunca volvería. Aunque dicha realidad era difícil de procesar, la tenía extraña y naturalmente asimilada, como quien se acostumbra de pequeño a vivir en la calle.
Como ya se mencionó, niña se sentía y estaba cansada, y con esfuerzo se levantó del firme asiento. Le llamó la atención la ausencia de gente, ya que la calle peatonal estaba casi completamente vacía y desolada, en contraste con horas (seguramente fueron horas) atrás. “Será el momento de jugar a las escondidas”, pensó.
Se había olvidado de que la razón de su despertar era la mano del hombre que se encontraba a su lado, que delicadamente se había posado sobre su hombro. Dicho hombre llevaba, además de una llamativa prenda naranja, una expresión extraña, fronteriza entre la preocupación y la sorpresa.
Se fue la niña caminando lentamente de la mano de aquel hombre colorido, que – estaba segura de ello – la llevaría a su casa. Vio en su mirada una expresión rígida y inmutable que le recordaba a su padre, en quien no pensaba desde hace mucho, principalmente por la necesidad de olvidarlo.
Ambos se metieron en lo que ella creía que era el estómago de una bestia, e hicieron el recorrido inverso al que ella había hecho a pie para llegar hasta allí. A mitad de camino, pararon en una comisaría, en donde el policía reportaría el hallazgo. Al rasgarse el cuerpo del monstruo (o abrirse la puerta izquierda, es lo mismo), los ojos de la niña pudieron encontrar a lo lejos al codiciado tesoro: iluminada por el farol de la entrada de la construcción, pequeña pero llamativa, se hallaba una flor de lino azul.
Corrió inmediatamente hacia ella, tropezándose continuamente. Se sentó en el césped, y con un placer semejante al que experimenta un sediento beduino al vaciar una tinaja con agua, la arrancó y se la llevó bajo la nariz.
Sentada sobre su antiguo bastón, la anciana recordaba el momento en el que había conocido a su querido esposo. Volvía a vivir la hermosa experiencia de verlo frente a ella, vestido de forma elegante y con una florcita azul en la mano. Un recuerdo que ya se perdía entre los tantos olvidos de aquel nuevo presente.

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