martes, 9 de febrero de 2010

Guillermo el Conquistador (2006)

Cuántos me han adorado, cuántos me han odiado. He sido noble y tiránico, justo e injusto. Soy William de Normandía.

Esa era mi tierra natal, a la que llegué al mundo en el año 1027, en plena Edad Media. Esa Edad Media en donde la batalla, la sangre y las ambiciones de oro y diamantes eran cotidianas. Esa Edad Media en donde la sabiduría se ocultó para dejar paso a la barbarie. Sí, la misma barbarie europea que arrasaba todo a su paso…

Pero mi condición no era tan mala como la de la plebe. Yo nací en el rico seno de una familia real, ya que era el príncipe de Normandía, el noble hijo del duque de estas tierras. Robert I – así se nombraba mi padre – obedecía las órdenes de Henri, el rey de la vasta Francia.

Cuando era joven, murieron mis padres y yo quedé a cargo del ducado. Luego murió mi primo Edward, rey de Inglaterra. Su testamento decía que yo era el heredero del trono inglés. Sin embargo, una injusta corte inglesa eligió a Harold, su cuñado anglosajón, por el simple hecho de que era quince años mayor que yo.

En el año 1057 el papa Alessandro II convocó una reunión en Roma para celebrar el renacimiento del Imperio Germánico, con la coronación de Federic II, príncipe de Baviera. Invitó a todos los reyes de Europa y a los más influyentes duques y condes, exceptuando a un importante número que eran considerados bárbaros, como Tagensveg de Dania, Stevan de Roga y Harold de Inglaterra, entre otros.

Entre los nombres de duques y condes invitados aparecía el mío.

-Queridos reyes, duques, condes, príncipes e hidalgos – dijo el papa Alessandro cuando coronaron al joven – a partir de hoy Europa posee un rey y un imperio más. ¡Felicitemos a Federic II de Baviera!

-¡Viva! – dijo el público en su respectiva lengua, como era la tradición.

-¡Esperen! ¡Antes de festejar tendremos que hablar de un tema que está preocupando a toda Europa! – gritó Hansen de Holanda - Es la amenaza de los anglosajones, que ahora ocupan Inglaterra. Ya atacaron Harlem, Normandía y la Bretaña Francesa y amenazan con dañar el centro del continente. ¡Hay que acallarlos!

-Podemos cruzar el Canal de la Mancha desde Caux, Normandía, así atacaremos los principales fuertes militares de Harold, en la costa de Sussex – opiné yo – y allí tomaremos Hastings, centro militar anglosajón. Luego, nos dirigiremos a Londres para conquistarla. ¿Puedo contar con ustedes?

Se aprobó un preparativo que duraría tres años. Sin embargo, alguien le comentó a Harold el plan y el plazo se triplicó, invirtiendo soldados para resistir las invasiones del ofendido tirano. Me eligieron a mí como general de batalla.

El 28 de septiembre de 1066 tropas normandas, acompañadas por una menuda tropilla de franceses y unos pocos holandeses, desembarcaron en las costas de la Inglaterra anglosajona. Sin embargo, la batalla sucedió después.

El anaranjado sol del amanecer se descubría en los prados ribereños de Hastings. Se oía el sonido penetrante de las cornetas y trompetas inquietas. Gente desesperada escapaba del gran fuerte y de los campos cercanos. Oh, el mismo Dios quiera que ese 14 de octubre nunca hubiera sucedido. El cielo espectacularmente despejado parecía un chiste… una verdadera broma de mal gusto que se reía a carcajadas con el terco, engañoso Destino.

Eran las siete de la mañana y los anglosajones todavía no habían llegado. El ejército de Harold parecía tener inconvenientes... Pero, súbitamente, sonó el gran cuerno germánico, el que su soplo llamaba al Nöon Ragnar, la batalla desenfrenada. Cientos de housekarls, la elite militar sajona, llenaron los campos.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Los ejércitos están alineados y formados, por un lado se encuentran soldados entrenados con la armadura de acero blanca y brillante y con largas lanzas y cortantes espadas; y en el otro bando se hallaban brutos guerreros con escudos verdes parduscos, vestidos con cueros de bovinos locales y armados con toscas armas y herramientas de golpe y corte pesado.

Yo cabalgué hacia Harold, y nos estrechamos la mano delante de los dos ejércitos, como era la tradición entre reyes rivales europeos. Nos dimos vuelta y erguimos la espada frente a nuestros hombres, signo previo al inicio de la batalla.

-¡Arqueros! – ordenaba yo - ¡Estiren! ¡Apunten! ¡¡Suelten!!

Mil saetas cortaban el burlón cielo, pasando como relámpagos sobre nuestras cabezas, aullando como pájaros agonizantes. Pero los anglosajones no sólo levantaron sus escudos y las bloquearon, sino también respondieron con jabalinas y hachas arrojadizas. Empezaron los gritos. Harold ordenó una lucha cuerpo a cuerpo.

Cuerpo a cuerpo uno no tiene garantías: la muerte y la victoria son azarosas. Los housekarls eran los victoriosos: sus pesadas armas arrasaban a nuestros hombres. La sangre era demasiada, los gritos de dolor, penetrantes. Cabezas normandas rodaban por los campos otrora verdes, y los cuerpos mutilados los teñían de un putrefacto rojo oscuro.

-¡Retirada! ¡Retirada! ¡Repliéguense en las filas! – supliqué.

La batalla recién duraba una hora y ya habían muerto mil hombres. ¡Mil!

-¡Caballería! ¡Caballería de defensa! ¡Bloqueen! – ordené observando que los housekarls avanzaban hacia mis arqueros.

El contraataque fue también trágico: los jinetes dislocaron y les cortaron la cabeza a algunos sajones con sus afilados sables.

-¡No! ¡Esto no puede seguir así! ¡Es vandalismo puro! – replicó un joven guerrero francés. Odio admitir esto, ya que me culpé toda la vida, pero lo atravesé con mi espada por discutir mis acciones.

Más tarde, los Frydmen, guerreros londinenses con menos experiencia, se abalanzaron contra nuestra lancería.

-¡Al arroyo! ¡Al arroyo! – les repliqué a mis hombres con la idea de ahogar a los enemigos - ¡Encierren…! –. Estaba mareado, no podía cabalgar, ni pensar, ni dirigir. Sentía que mi cuerpo se soltaba como un fantasma, pero también que era pesado como un elefante. Me derrumbaba, mi sable se escapaba de mis manos. El mundo daba vueltas de arriba a abajo. Podía ver a la Parca en todos lados. Mil cosas pasaban por mi cabeza. Mil recuerdos y un dolor punzante, el más agudo que había sentido en mi vida. Me moría, así era. Oí un grito y sentí lágrimas amargas. Lágrimas de incertidumbre y desesperación. Al grito humano lo acompañaba también un grito animal. Y de pronto comencé a oler un hedor repugnantemente vomitivo y capté un mar rojo. Un mar que todo lo irrigaba, un océano. Escuché ecos, millones de lejanos y confusos ecos… Me sentí caer en un total e ilimitado vacío.

-¡Billy! ¡Billy!, levántate para ir al colegio!

-¡Tuve un sueño horrible, mamá! ¡Soñé que era uno de esos conquistadores medievales, a los que les pasaban siempre cosas malas!

-Demasiado leer libros de historia, amor.

-Ahora me acuerdo que no he leído todo “William, The Conqueror”. Me he quedado en la parte en que lo atacan con una flecha y se desmaya por quince minutos… Aunque creo que no leí lo último con mucha concentración.

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